Cuaresma: ¿Más de lo mismo? por Rvdo. P. Catalino Tejada
Era un viernes de Cuaresma del año 1989. Asistía a la misa diaria, a las siete de la noche, en pleno tiempo de calor. El cuerpo se refrescaba gracias a unos abanicos grandes de techo, y el alma apagaba su sed solo en Dios. Yo, un adolescente, ese día viví una experiencia muy hermosa. Se respiraba un aire de tranquilidad, de oración, incomparable.
Había pocas personas. Un grupo de señoras acababan de hacer el rosario y, después, entonaron los cantos. Un sacerdote predicó, con pocas palabras, lo que era “El Siervo de Dios, Siervo sufriente”, del profeta Isaías. Sentí que Dios me hablaba en esa misa (Eucaristía) desde el principio hasta el final.
Ese día, me senté detrás de una columna. Escogí ese lugar porque me gustaban las esquinas, para pasar desapercibido, que nadie me viera. Pese a mi deseo, sentí que Dios me vio, y que me dijo que me amaba. Estaba pasando por un momento de tristeza y, la verdad, me sentía solo. Pero Dios me vio. Fue mi primera experiencia de Dios concreta. Así tuvo sentido hacer el viacrucis y vivir aquella fase: te adoramos o Cristo y te bendecimos. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo. Yo sentía que me había redimido a mí. Qué experiencia de caminar entre la gente, que va rezando, y experimentar que yo le interesaba a Dios, que Él no era ajeno al doloroso momento que estaba viviendo.
Observaba a una señora que llevaba a su hijo de la mano y una pareja que iba junto a un grupo de jóvenes que se notaba que se querían mucho porque se lo manifestaban con diferentes gestos.
El sacerdote y los ministros me hacían sentir que yo también estaba siguiendo al Señor por la vía dolorosa. Guardo el recuerdo de que vi a la gente despedirse con una alegría diferente.
Evoco esa experiencia, que para mí fue tan especial, a propósito de que ahora vamos a entrar en el tiempo de Cuaresma.
Desde niño escuché que era un tiempo muy bonito y, a partir del miércoles de ceniza, en que recordaba que “soy polvo y al polvo tengo que retornar”, me introducía en el desierto cuaresmal y el de mi vida particular.
Eso del desierto de mi vida, o de la propia Cuaresma, no lo entendía, hasta comprenderlo por experiencia propia al caer en una laguna sin sentido, cuando no me sentía amado de Dios, ni de nadie pues, como dije antes, vivía la complejidad de la adolescencia junto con las dificultades de la historia personal y familiar.
Pero Dios, que siempre tiene la iniciativa para nuestro encuentro con Él, hacía que la Cuaresma tuviera sentido, que me gustara, no era más de lo mismo. Vivía frente a la iglesia y, muy temprano, se escuchaban los cánticos y oraciones, pues hacían los laudes, que es la oración de la mañana. Yo participaba en los viacrucis en los que, como en aquel viernes santos de 1989, caminábamos por las calles e íbamos cantando, rezando, meditando la vía dolorosa y hasta hablando. Pero predominaba la oración. A mí me encantaba todo aquello porque me hacía sentir una “alegría distinta” y una “paz interior”, que no me las daba estar fuera de ahí. Y eso que: ¡Cuánto he buscado la alegría y la paz!
Desde entonces, la Cuaresma me ha aportado tantas cosas. Me ha enseñado a apreciar el silencio en medio del ruido. Ese silencio meditativo o encuentro con Dios a través de La Oración, que había escuchado, es dialogar con Dios de una manera efectiva.
He conocido muchas personas que persiguen la salud, el dinero y el amor. En la Cuaresma he aprendido que “el fin no justifica los medios”, que para llegar a un fin bueno debo emplear medios buenos. Por eso, la oración es el mejor de los medios que nos ayuda a llegar a ese fin que es un encuentro con Dios, estar en comunión con Él, tener dentro el reino de Dios para que las cosas vengan por añadidura.
En la Cuaresma comprendí que se puede hacer abstinencia o ayuno de aquello que me gusta y que, muchas veces, me hace dependiente o idólatra. Pero el amor a Dios y el amor al prójimo son una unidad y si tú quieres hacer penitencia, real no formal, debes hacerla ante Dios y también con tu hermano, con el prójimo”.
Se trata de un tiempo privilegiado para acercarnos a “Dios misericordioso” que me ha amado tal y como soy, y que es generoso con todos sus hijos (salmo 144). La Cuaresma no es solo tiempo de sufrimientos, sino de encontrar la misericordia de Dios que nos invita a ser generosos. Es su generosidad lo que me impresiona de Dios. Él entregó a su único Hijo para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn. 3,16).
A mí cuánto me ha costado imitar a Dios en la misericordia y la generosidad, y eso que me doy cuenta que no tengo nada que no haya recibido (1 Cor. 4,7): vida, salud, bienes, amor. Todo me lo ha dado Él. Y todo lo puedo en Cristo Jesús que me conforta (Fp. 4, 13).
Ahora me llegó a la memoria una frase que dijo el Papa Francisco en la pasada Cuaresma: “El ayuno sin oración es dieta”. Y yo agregaría: “La limosna sin generosidad y misericordia, es simple altruismo”. Sin esperar la recompensa que viene de Dios, que es el paso de la cuaresma de la vida a la Pascua de la vida eterna.
Por eso es tan importante vivir, con todo lo que conlleva, el Triduo Pascual: jueves santo, viernes santo y el sábado santo con la solemne vigilia pascual, madre de todas las vigilias y de todas las noches, noche maravillosa que es la noche en que Cristo resucitó.
Qué hermoso sería reservar esos días, y ponerlos dentro de nuestra lista de prioridades, para convertirlos en lo que realmente son: ¡Semana Santa! Encuentro con el amor y la misericordia de Dios al extremo.
Muchos esperan Semana Santa para descansar, pero regresan cansados. Otros buscan “juntarse” con la familia y amigos, pero una buena comunicación, que se convierte en amor a lo conocido, es don y tarea de toda la vida, y no se puede lograr solo en una semana. Hay quienes toman la Semana Santa para beber y disfrutar de lo que llaman: “vivir la vida”. ¿Pero, esa concepción de Semana Santa nos dará la verdadera alegría, gozo o la paz que tanto busca nuestro corazón? No.
Sin embargo, he recibido testimonios al invitar a la gente que quiero a quedarse en su parroquia, con su familia. Ellos han vivido la gracia de esos días que producen tanta alegría en el corazón de los niños, jóvenes y adultos. Ya en muchas parroquias exhortan a su feligresía a quedarse. Los beneficios recibidos son enormes. Lo importante es darse la oportunidad y empezar a vivirlo.
Yo que, salvo una vez por enfermedad, desde los 14 años no falto a la celebración de la Semana Santa, he visto tantos milagros en mi vida, y en la vida de muchos que se han quedado, que no dudo en invitar a quienes quiero bien a dar ese paso y vivir ese encuentro con Jesucristo que da la verdadera alegría, la que no puede dar nada más en este mundo.
Porque cuando quieres a alguien buscas su bien y compartirle lo mejor que has encontrado. Como a mis amigos, a usted le aseguro que no será más de lo mismo, compruébelo: ¡quédese!
Reverendo Padre Catalino Tejada (Párroco parroquia El Buen Pastor)
(Fuente: Revista Rayo de Luz)